La dermatitis atópica es una enfermedad crónica de la piel cada vez más habitual en bebés y niños pequeños. Aunque no es una enfermedad grave, los brotes pueden llegar a ser muy molestos y afectar a la calidad de vida del pequeño.
Te ofrecemos unas pequeñas pautas para que pongas en práctica.
La dermatitis atópica es una enfermedad crónica e inflamatoria de la piel causada por un sistema inmunológico débil que reacciona desproporcionadamente a diferentes antígenos ambientales como alimentos, neumoalérgenos o proteínas bacterianas.
Aunque puede surgir en cualquier bebé menor de 2 años, es más frecuente en aquellos con predisposición genética, antecedentes familiares de la enfermedad o de otras relacionadas como asma y alergias alimentarias. Así, muchos niños que sufren dermatitis atópica también sufren otras alergias.
Es muy común, y cada vez más, en países desarrollados: afecta a 1 de cada 8 bebés desde los 6 meses de edad. El aumento de esta enfermedad se explica por varios motivos: exceso de higiene y uso de productos con químicos que acaban con la protección natural de la piel, aumento de la contaminación ambiental, etc.
A pesar de ser una enfermedad crónica, no es constante, sino que el paciente experimenta brotes que se agravan cuando está estresado o en los cambios de estación. Los síntomas principales de la misma son:
– Picor
– Enrojecimiento
– Inflamación
En lactantes menores de 24 meses, las lesiones cutáneas son más frecuentes en mejillas, pliegues del codo, puños, dorso de las manos y mentón. Entre los 2 y 14 años se localiza en los pliegues de flexión: cuello, axilas e ingles. Después se manifiesta fundamentalmente en la boca, párpados y dorso de las manos.
El mayor problema de estas lesiones es el picor, que resulta tan irresistible que el niño se rasca, llevando a un círculo vicioso de picor-rascado-erupción-picor que es necesario romper para evitar que las heridas se infecten y empeoren.
Además, el picor puede llegar a ser tan intenso que puede alterar su sueño, su apetito, causarle irritabilidad, trastornos del comportamiento, deficiencia de atención e hiperactividad, así como baja autoestima y problemas psicológicos si los brotes son muy frecuentes.
¿Cómo se trata?
En la mayoría de niños afectados, la enfermedad desaparece al llegar la adolescencia, aunque hasta un 25% puede seguir teniendo brotes de mayor en momentos de estrés o ansiedad.
No tiene una cura definitiva, aunque en los últimos años han surgido nuevos fármacos inmunomoduladores de uso tópico muy efectivos, aunque presentan bastantes efectos secundarios al afectar al sistema inmunológico, por lo que solo se emplean en los casos más graves.
Por eso, los expertos recomiendan controlar y evitar los brotes para que sean lo más espaciado posibles, siguiendo estas pautas:
- Usa solo ropa de algodón suave y ecológica, sin productos químicos. Evita la ropa áspera.
- Usa un jabón neutro y solo en las zonas sucias, aclarando al momento.
- Seca sin frotar, dando golpecitos suaves.
- El baño tiene que ser con agua tibia y nunca durar más de 10 minutos.
- Aplica siempre una crema hidratante o aceite después del baño. Es importante evitar la sequedad para que no se produzca un brote.
- No es bueno que el niño sude, por lo que no debes abrigarle en exceso ni colocarle cerca de fuentes de calor.
- El frío reseca la piel, por lo que el invierno suele ser una época peor. En verano se aconsejan los baños en el mar.
- Mantén sus uñas cortas y limpias para que no se infecte el rascarse.